Manuel Llano Merino (Sopeña, 1898 – Santander, 1938), pertenece a ese tipo de escritores de casta que se hacen a sí mismos. Pese a que murió sin haber cumplido 40 años, dejó tras de sí una obra de inusual madurez que recibió encendidos elogios de Miguel de Unamuno, Gerardo Diego, José Hierro o José María de Cossío, entre otros muchos.

Fue autor de unos pocos temas recurrentes —en él la elaboración es más admirable que la invención—, que le sirvieron de partida para conseguir páginas de hondas reflexiones y extraordinaria sinceridad.

Entre su obra inicial, El sol de los muertos (1929), y su póstuma Dolor de tierra verde (1949), publicó Brañaflor (1931), Campesinos en la ciudad (1932), La braña (1934), Rabel (1934), Parábolas (1935), Retablo infantil (1935) y Monteazor (1937), libros todos en los que su prosa, impregnada de poesía y de amor por las cosas sencillas, sorprendió por su deslumbrante estilo.